lunes, 24 de octubre de 2011

Os lobos de Montes. Capitulo 4

IV
Es un lobo. Pelaje gris oscuro, casi negro, erizado y sucio, hocico manchado de sangre, enseñándome los dientes mientras gruñe. Pero lo peor de todo es su tamaño. Debe ser tan grande como un buey. Si no fuera porque lo tengo delante diría que es del todo imposible que exista un lobo de semejante tamaño. Pero es real. Y me va a matar. En lo único que puedo pensar ahora es en mi arma, guardada dentro de la maleta en el hotel. Joder.
Hay que reconocer que es un animal impresionante, por debajo del pelaje se perciben unos músculos poderosos que están en tensión, a la espera de saltar sobre mí. El hocico es enorme y en el destacan unos colmillos grandes como navajas. Pero lo que realmente me infunde terror son los ojos, negros, inyectados en sangre, crueles y locos de ira. Cuando me mira fijamente y comienza a avanzar despacio hacia mí sé que voy a morir. Esos ojos tienen ganas de matar, de despedazar; y cuanto más, mejor. El animal huele mi miedo y sonríe. Sé que es imposible, pero está sonriendo. 
Sigue avanzando mientras yo retrocedo. Es la danza de la muerte. Sin darme cuenta me he metido en el rio. El agua me da por las rodillas. Veo como flexiona las patas y se tensan todos sus músculos. Llegó el momento. Va a abalanzarse sobre mí. Solo espero que sea rápido.
Pero antes de que el lobo pueda saltar me llevo la segunda sorpresa del día. Oigo otro gruñido que procede del otro lado del río y antes de poder darme la vuelta veo la silueta de otro lobo enorme saltando por encima de mí y aterriza interponiéndose entre ambos. Este segundo lobo es algo más pequeño y de pelaje marronaceo.
De inmediato se lanza a por mí atacante y ambos se enzarzan en una pelea de mordiscos y zarpazos hasta que, en un determinado momento, el lobo gris consigue alcanzar al otro de lleno en la cabeza con un potente zarpazo, lanzándolo contra el tronco de un árbol y aprovecha ese momento de ventaja para perderse corriendo en el bosque. El lobo marrón se levanta dolorido y olisquea el aire, se vuelve hacia mí un instante y sale corriendo tras él no sin antes lanzarme un gruñido bajo, gutural, de advertencia.
Estoy alucinado. No puedo creer lo que acaba de suceder. Pero ha sido real. Poco a poco me voy recuperando y me doy cuenta de que estoy de rodillas en el agua. Me incorporo y salgo del río. Me tiembla todo el cuerpo. Nunca me ha apetecido tanto un pitillo como ahora.
Camino de vuelta a la carretera y continúo caminando de vuelta al pueblo. No consigo parar de temblar. Ese animal, esa bestia descomunal ha estado a punto de matarme y otra bestia igual me ha salvado la vida. No lo entiendo, no sé qué es lo que ha pasado realmente en el molino. Cuando llego a la pensión subo directamente a mi habitación, me quito la ropa y me meto en la ducha. Bajo el chorro de agua pienso en mi mujer y en mi hija y rompo a llorar.
Mientras me seco intento ponerme en contacto con el señor J, pero no responde al teléfono. Le maldigo de mil maneras distintas, me visto y bajo al bar del hotel. Está anocheciendo y los parroquianos inician su rutina alcohólica diaria. Me siento en una mesa al lado del ventanal y pido un whisky solo. Nunca bebo cuando trabajo, pero hoy lo necesito.

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