sábado, 29 de octubre de 2011

Os lobos de Montes. Capitulo 6

VI
Garellas es una pequeña aldea, como casi todas las de esta zona, a unos tres kilómetros de Soutelo. Está situada a un lado de la carretera que va hacia Forcarey. Casas de piedra y ladrillo con graneros y corrales de bloques de hormigón y tejados de uralita. No vivirán aquí más de veinte familias. No debería ser difícil encontrar a los Breogán. Paro el coche frente a una pequeña capilla de estilo románico que hay casi al final del pueblo, al lado de una carballeira, no creo que quepan en ella más de treinta personas. Estoy parado delante de la capilla, buscando con la vista a alguien a quien preguntarle por los cazadores cuando veo venir por un camino que sale del bosque a una anciana, debe tener más de ochenta años y camina encorvada bajo el peso de un enorme haz de leña que abulta más que ella. Casi no se la ve bajo tantas ramas. Cuando está llegando a mi altura me acerco a ella.
- Disculpe señora, ¿me podría usted indicar…?
- ¿Cómo dis?- Me interrumpe a grito pelado la mujer. Debe ser dura de oído. Asi que alzo un poco la voz mientras camino a su lado.
- Que digo si me podría usted…
- Filliño, como non fales mais alto non escoito nada.- Me interrumpe de nuevo la vieja. Levanto un poco más la voz.
- ¡Qué si me puede usted indicar…!- Me dirijo a ella a grito pelado. Si no me oye ya da igual, seguro que se ha enterado todo el pueblo.
- ¡Non fai falta que berres tanto, que non estou xorda!- Me interrumpe nuevamente la vieja. Me empieza a dar la impresión de que se está quedando conmigo.- Xa sei a quenes buscas, rapaz. Millor sería que marchases e os deixases en paz. Pero o teu jefe non te deixa, ¿verdad?
- ¿qué sabe usted…?
- Encontraralos ao final do camino.- Dice la anciana, señalando con la cabeza el sendero por el que ella apareció.
            Le doy las gracias y echo a andar por donde me ha indicado. Entonces me doy cuenta de que no le he dicho a quién buscaba. Me vuelvo pero la anciana ya no está, así que continúo caminando. El sendero se interna en lo profundo del bosque. Los viejo robles y castaños tapan casi en su totalidad el cielo, dejando pasar apenas un atisbo de luz solar, por lo que camino en penumbra. El olor intenso de la vegetación me embriaga, no estoy acostumbrado a tanta vegetación, es sobrecogedor. Continuamente oigo ruidos a mí alrededor, el bosque está vivo y vigilante. Llevo andando unos diez minutos cuando el camino se abre a un claro en el bosque, al fondo del cual hay una casa.
            Grandes paredes de piedra con pequeñas ventanas y contraventanas de madera por las que apenas debe de entrar luz. Un tejado muy antiguo a dos aguas, también de piedra. Según me acerco a la casa me extraña la ausencia de animales domésticos. En estas pequeñas aldeas lo habitual es que sean los perros de la casa los primeros en venir a darte la bienvenida, bien con un concierto de ladridos bien con algún mordisco más o menos amistoso. Aquí no hay nada de eso. Pero tampoco hay signos de la presencia de otros animales domésticos como  plumas de gallinas, excrementos de vacas o el peculiar aroma de los cerdos. Nada.
Cuando estoy llegando a la casa la gruesa puerta de madera de roble se abre y a través de  la oscuridad interior comienza a perfilarse una figura que se dirige hacia mí. Es un anciano que camina ayudándose de un grueso bastón de madera sin pulir. El anciano parece tener más de cien años, aun así tiene un abundante pelo blanco que le cae sobre los hombros. Me fijo en sus grandes orejas muy peludas y en su nariz aguileña que destaca en su rostro surcado de incontables arrugas. Sus ojos negros tienen un brillo vital que no concuerda con el resto. Es curioso.
- Hola, buenos días.
- Buenos días, ¿qué quería?- El anciano tiene una voz grave que parece provenir del fondo de una caverna. No parece muy amigable.
- ¿Es esta la casa de la familia Breogán?
- ¿Por qué lo pregunta?
- Verá quisiera hablar con alguien de la familia.
- Pues hable.
- ¡Ah! Entonces usted debe ser el señor Breogán.
- No. Ese es mi hijo. Yo ya soy muy viejo para gobernar la casa. Pero diga de una vez que anda buscando.
- Mire quería preguntarle si saben algo de los lobos esos que están intentando cazar.
- ¿Lobos?
- Sí, una manada de lobos que ha matado a dos personas. Me han dicho que están ustedes colaborando en las batidas de caza.
-No, eso no es cierto.
- ¿Disculpe?
- Le digo que eso no es cierto. Nosotros no hemos participado en ninguna batida de lobos. Eso es una salvajada. Nosotros no cazamos así.
- ¿Pero han salido ustedes a cazarlos o no?- El viejo está empezando a ponerme nervioso. Tiene una mirada… tal parece que el lobo fuera él.
- Sí. Bueno, yo ya no; pero el resto de la familia sí.
- Hombre, ya lo supongo.
- ¿El qué supone?- El comentario no le ha gustado.
- Pues que usted ya no caza. A su edad es lógico suponer que no pueda.
- ¿Ah, sí? ¿Es lógico suponerlo? Pues sepa usted que hasta el invierno pasado yo aún salía con el resto de la familia y seguía siendo muy bueno. Pero tuve un accidente y me escarallé la cadera, por eso me tengo que quedar aquí, cuidando de los críos mientras ellos salen a cazar. Además por desgracia mi olfato tampoco es el que era y a veces  me cuesta seguir algunos rastros.
No sé si el viejo dice la verdad o se está quedando conmigo. Con estos gallegos uno nunca puede estar seguro. Me parece increíble lo que me acaba de contar. Tengo mil preguntas que hacerle al anciano; sus palabras parecen desmentir lo que su aparentemente frágil figura me dijo al verlo. Intento apartar todo eso a un lado y centrarme en lo que me ha llevado hasta allí.
- ¿Y podría hablar con alguno de los cazadores?
- ¿Y eso?
- Pues me gustaría hacerles algunas preguntas.
- Qué pasa, ¿es usted policía?
- ¿Eh? No, no. Como le he dicho antes, solo quiero preguntarles acerca de los lobos que andan cazando.
- Pues si es solo eso, creo que yo también le puedo servir.
- ¿Y dónde están los demás, entonces?
- ¿Dónde piensa? Pues cazando, hombre.
- ¿Todos? ¿Las mujeres también?
- Si señor, son tan buenas cazadoras como los hombres de la familia. Bueno, y dígame, ¿Qué quería saber?
- Pues verá…es que no sé como…
- ¡Haber hombre!, ¡Arranque de una vez!, que no tengo todo el día.
- Está bien. ¿Por qué son tan grandes?
- ¿Quiénes?
- Los lobos.
- ¿Cómo dice?, ¿los lobos? , ¿cómo que grandes?
- Pues eso, grandes, enormes.- Hago un gesto con el brazo indicando la altura  de los animales.
- ¿Qué?, ¡pero no diga barbaridades, hombre!, ¡cuando se ha visto un lobo así de grande!- Aunque intenta disimularlo el anciano está visiblemente nervioso.
- Yo lo vi ayer tarde, si le sirve.
- ¿Qué? Pero eso es imposible, ¿Dónde lo vio?
- Cerca del molino de la Ponte Nova. Estaba echando un vistazo al lugar donde apareció el primer cadáver cuando lo vi. Es un lobo gris oscuro enorme, de casi dos metros de altura- el anciano me escucha con los ojos abiertos como platos mientras vuelvo a hacer un gesto con el brazo para indicar la altura del animal, está tan sorprendido que no consigue articular palabra, así que continúo.- Intentó atacarme, y ahora yo sería otro cadáver si no hubiera aparecido otro lobo un poco más pequeño y se hubiera enfrentado a él. Se pelearon un instante y luego el más pequeño salió en persecución del otro.
            El viejo se deja caer sobre un banco de piedra que hay al lado de la puerta de la casa. Tiene la mirada ausente y con el bastón da pequeños golpecitos en un costado del banco.
- Entonces es cierto- Murmura el anciano- ¡Ay, Elvia!, ¡qué estás facendo!, ¿non entendes que xa non o podes axudar?
- Perdone, ¿qué decía?
- ¿Eh? No, nada, nada. Mire, tiene que marcharse.- Y, sin decir un palabra más se mete en la casa y me cierra la puerta en las narices. Mientras me doy la vuelta le oigo gritar “¡Mabel! Tengo que…!”, el resto de la conversación se pierde en el interior de la casona.
            Voy de vuelta hacia la aldea caminado por el túnel arbolado que me había llevado hasta allí, cuando oigo un sonido que me hiela la sangre. Es el aullido de un lobo. Ronco, grave, prolongado y, lo que es peor, cercano. Muy cercano. Sin poder evitarlo, echo a correr por el camino. Solo puedo pensar en que lo tengo detrás, que ha vuelto para acabar conmigo de una vez por todas. No paro hasta que estoy delante del coche. Me subo y lo pongo en marcha, pero me tiemblan tanto las manos que casi no doy introducido la llave en el contacto. Estoy al borde de un ataque de pánico. Intento tranquilizarme un poco tras el volante cuando unos golpecitos en el cristal de la ventanilla me hacen pegar un grito y un salto. Mientras intento que el corazón no se me salga del pecho miro con miedo hacia la ventanilla. Es la anciana. La puñetera vieja de antes me ha dado un susto que casi me mata.
- ¿Atopaches o que buscabas, rapaz?- Y se ríe. Su risa es como un tenedor rascando una pizarra. Entonces se calla, me mira fijamente y continua.- Xa que andas atrás dos lobos sería millor que lle fixeras caso a o teu jefe e te puxeras o que te mandou.
            Sin pensarlo meto la mano en el bolsillo y saco el colgante que me ha mandado el señor J, me quedo mirándolo un instante y me vuelvo hacia la ventanilla de nuevo para preguntarle a la anciana como puede saber lo del colgante, pero tras el cristal no hay nadie. Me pongo el colgante y salgo de allí tan rápido como puedo.
            Cuando llego a Soutelo es la hora de comer. Como es Domingo la pulpeira está en el pueblo, así que decido comer pulpo. Pegada al mesón donde suelo comer se encuentra la Taberna dos Carteiros, y al lado es donde se instala la pulpeira. Le encargo una ración para tomar en la taberna y mientras espero pido una taza de albariño. Para tomar después del pulpo el camarero me recomienda los callos “Son la especialidad de la casa”, me dice, “los hace el dueño y llevan manitas de cerdo en vez de tripa; tiene que probarlos”. Así que pido callos de segundo, y unas filloas de postre. Cuando acabo le digo al camarero que felicite al dueño por los callos, estaban exquisitos. Salgo y le devuelvo a la pulpeira el plato de madera donde sirve el pulpo, después me encamino al hotel, tengo mucho en que pensar.
            Por la tarde hago algo de tiempo dando una vuelta por el pueblo. Paseo por el parque y la plaza dedicados al Gaiteiro de Soutelo, tomo un café en un viejo y cochambroso bar que hace tiempo fue una gasolinera en la que creció y trabajó el Gaiteiro. Continuo mi paseo y llego hasta el viejo pazo que hay escondido tras unos altos muros de piedra; por lo que me han dicho no hay otro igual en toda Galicia. Es de estilo modernista, con  cuatro plantas que se erigen alrededor de grandes terrazas, escaleras exteriores y grandes ventanales; finalizando en una terraza coronada con una cúpula que haría de quinta planta. A media tarde ya me he recorrido el pueblo de cabo a rabo y no sé qué hacer; estoy harto de darle vueltas al asunto, pero no consigo sacar nada en claro.
Veo que la biblioteca está abierta, lo cual me extraña siendo Domingo, pero al acercarme compruebo que es porque en la entrada han montado una pequeña feria del libro donde puedes comprar, vender o intercambiar libros. Picado por la curiosidad y por mi alma de lector infatigable y empedernido me acerco a curiosear entre los ejemplares expuestos. Hay de todo: novelas, ensayos filosóficos, tratados de historia y libros infantiles juntos en una curiosa armonía. Libros recién comprados y otros tan viejos que parecen deshacerse entre los dedos. Leo título tras título buscando algo interesante, pero muchas de las obras están en gallego y aunque ya lo entiendo bastante bien no me atrevo a comprar ninguno. Cuando me doy cuenta llevo casi dos horas leyendo un poco de aquí y de allá bajo la mirada de disgusto de la bibliotecaria y sus continuas tosecillas de descontento, puesto que aún no he comprado nada. Me dispongo a abandonar la búsqueda infructuosa de alguna novela interesante cuando mis ojos se entretienen con el título de un antiguo volumen encuadernado en cuero “Antiguas Leyendas Celtas y Gallegas”. Sin saber muy bien por qué cojo el ejemplar y empiezo a ojearlo sin demasiado interés hasta que llego a una página con el dibujo de una criatura medio hombre medio bestia cuyo rostro se parece mucho al colgante que me envió el señor J. Al pie de página una única palabra “Lobisome”. Cierro el libro, le pago a la bibliotecaria lo que pide por él y salgo a la calle.
Me siento en un banco del parque y leo el texto que acompaña a la ilustración del lobisome. Cuando termino cierro el libro y veo que mis manos tiemblan otra vez. No me extraña. No son lobos lo que intentan cazar los vecinos del pueblo. Son lobisomes. Hombres lobo. Según las leyendas gallegas se trata de una maldición, eso no sería tan grave. Pero si hacemos caso a la mitología celta más antigua y oscura se trata de una raza de cazadores, los mejores cazadores y los más peligrosos; nunca se rinden y nunca pierden una presa. Mierda, estoy jodido. No, estamos jodidos, los aldeanos y yo. Esto puede acabar en una masacre tremenda, y no  tengo ni idea de cómo evitarlo. Saco mi arma y la miro con desesperación, si las leyendas son ciertas dispararles con ella no les hará nada, salvo cabrearles. Lo único que puede dañarles es la plata. Y yo solo tengo una pistola y la mierda de colgante que me ha mandado el señor J.
            Agarro el colgante para arrancarlo de mi cuello y en ese momento me doy cuenta. Es de plata. Y tiene la forma del rostro de un lobisome. Maldito señor J. Él lo sabía. Y me mando aquí sin decirme nada. Cabrón bastardo. Siempre me hace igual, pero hasta ahora nunca me había metido en una así. Supongo que si me ha mandado el colgante será por algo, alguna utilidad ha de tener. Mejor lo conservo.
            De vuelta a la pensión subo a mi habitación y me pego una ducha, me cambio de ropa y salgo hacia el mesón. Espero que la doctora Domínguez no tarde mucho en llegar, tengo que hablar con ella, aunque dudo que se crea lo que le voy a contar.

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