viernes, 4 de noviembre de 2011

Os lobos de Montes. Capitulo 8

VIII
            Me paso la noche en casa de la doctora intentando contactar con el señor J, le llamo desde el móvil, desde el fijo de la casa, le mando varios mails, pero no hay manera. No está localizable. Esto también es muy típico de él, desaparecer en el peor momento; “tienes que enfrentarte tú solo a los problemas que se te presenten, si no nunca vas a aprender nada” me suele decir. Pues este marrón no sé cómo lo voy a resolver. Mientras Elia se revuelve inquieta entre sueños por las pesadillas, continúo dándole vueltas a todo el asunto. Hay algo que no termina de encajar en todo este asunto, pero aún no consigo verlo. Lobos gigantes, hombres lobo; está claro que unos y otros tienen que ser lo mismo. Siempre se ha supuesto que los hombres lobo tenían forma humanoide, pero no tiene por qué ser así. Pero, ¿por qué de pronto hay tantos?, ¿de dónde han salido? Hay algo que se me escapa, pero ¿el qué? Más me vale averiguarlo pronto, antes de que toda la Tierra de Montes quede cubierta de cadáveres destrozados.
            Aún no ha amanecido del todo cuando Elia se levanta empapada en sudor; murmura algo que no consigo entender y se mete en el baño. Un instante después oigo el ruido de la ducha. Le vendrá bien, pero el agua no va a acabar con las pesadillas; nada lo hace. Mientras se ducha me meto en la cocina para prepararle un café, pero no encuentro la cafetera, busco en las estanterías de la cocina y al abrir una puerta me encuentro con un montón de leña apilada para la chimenea. Al verla me acuerdo de la anciana de ayer por la mañana. ¿Cómo sabía la anciana a quién buscaba yo?, ¿Y cómo sabía lo que me había mandado el señor J? Le grito a Elia a través de la puerta del baño que tengo que salir a ver a alguien y que ya la llamaré luego. Salgo a toda leche sin esperar a ver si me ha oído. Tengo que encontrar a la anciana, tengo que encontrar a los lobos y tengo que evitar una carnicería. Lo primero es fácil, lo demás no sé cómo coño voy a conseguirlo. Tiro para Garellas mientras hago un último intento de contactar con el señor J por el móvil. Nada. A la mierda. Otra vez a improvisar sobre la marcha.
            Llego al pueblo y vuelvo a aparcar frente a la pequeña capilla. Mientras me apeo del coche me pregunto cómo voy a localizar a la anciana; aunque el pueblo es pequeño no sé cuál es su casa, ni siquiera sé si vive aquí, no sé ni su nombre. Me dirijo hacia la casa más cercana para preguntar por ella cuando la veo salir de un cobertizo y entrar en una pequeña casa cercana. Vamos allá. La casa es de piedra, como casi todas aquí, con diminutas ventanas de madera con unas contraventanas también de madera en las que no queda rastro de pintura, comida por la lluvia y el viento. La casa está cubierta casi por entero de una fina capa de musgo verde que llega hasta el tejado; este es de piedras planas y entre unas y otras asoman hierbas y los tallos de pequeñas plantas. Increíble. No han debido limpiarlo en muchos años. En una esquina del tejado asoma una pequeña chimenea también de piedra, por la que sube hacia las alturas una delgada columna de humo.
            Llamo a la puerta y espero. Como no contesta nadie, vuelvo a llamar. Al cabo de unos minutos de espera insisto con los golpes en la puerta, un poco más fuertes esta vez.
- ¡Pase!- Es la voz de la anciana.
            Abro la puerta y me adentro en la penumbra del interior. Cuando mis ojos se acostumbran a la escasa luz veo que me encuentro en la cocina. Pequeña no, diminuta. Una mesa de madera basta, sin pulir, ocupa el centro del cuarto, con sólo dos sillas, una a cada extremo. Bajo la ventana hay un fregadero de piedra pulida y, a su lado, una vieja cocina de leña donde hay una enorme olla calentando; no sé qué está cocinando la anciana pero huele fenomenal. La pared opuesta al fregadero la ocupa un pequeño mueble de estanterías lleno hasta los topes de cacharros de cocina, comida, tarros con especias y otros con productos que prefiero no conocer. Al fondo hay una puerta que veo que da al dormitorio. Y no hay más, eso es todo; para que luego nos quejemos de los pisos de treinta y cinco metros cuadrados.
- ¿Comiches algo?- Me pregunta la anciana, colocando en la mesa dos tazones llenos hasta el borde de caldo de grelos. Eso era lo que olía tan bien en la olla. Mis tripas empiezan a rugir.- Xa vexo que non. Séntate e come algo.- Y saca del horno de leña una hogaza de pan recién hecho, humeando aun. El olor a pan lo inunda todo.
- Se lo agradezco, pero no me…
- ¡Qué te sentes e comas, cona!, ¿no te han enseñado que es de mala educación rechazar la comida quien te la ofrece en su casa?- me dice mientras me señala con un enorme cucharon de madera que emplea para remover el caldo.
- De acuerdo entonces, muchas gracias.- Me siento a la mesa nervioso por probar el caldo y el pan, ambos huelen estupendamente.- ¡Madre mía! Está buenísimo, que rico.
- Come despacio, no te vayas a quemar. Cuando acabes ya hablaremos de lo que te vuelve a traer por aquí. Me imagino que tu jefe no te habló de mí, de lo contrario no estarías aquí.
            La cuchara se queda a mitad de trayecto hacia mi boca. Estoy sorprendido. Tanto que no sé qué responder, así que continuo comiendo todo lo deprisa que puedo. Cuando termino la anciana retira mi tazón y el suyo y los deja en el fregadero y se sienta frente a mí.
- Vamos, rapaz, empeza. Non tes todo o día.- Y mientras dice esto, se saca una bolsita de tabaco de un bolsillo del viejo delantal que lleva puesto y una cajita de papel de liar del otro.
- ¿Cómo sabía usted a quién buscaba yo ayer?
- ¿Esa es la gran pregunta que querías hacerme? No, no, no, piénsalo bien, seguro que tienes preguntas mejores que esa.- Abre una puertecilla metálica de la vieja cocina de leña y saca una pequeña ramita ardiendo, se enciende el cigarro con ella y la vuelve a dejar donde estaba.
- ¿Quién es usted? ¿Y cómo conoce a mi jefe?- Ahora me vienen de golpe a la cabeza unas cuantas preguntas, pero estas dos las más importantes.
- Eso está mejor, pero tranquilo, de una en una, que aun tienes tiempo. He tenido muchos nombres a lo largo de mi vida, pero puedes llamarme señora Basilia si quieres. Y soy bruja, o eso es lo que opina la gente de por aquí, no sin algo de razón. Y ahora vamos contigo, ¿Cómo te llamas?
            En ese momento recuerdo un comentario del señor J hace algún tiempo “las palabras tienen poder, tanto para bien como para mal. Y conocer los nombres de las cosas, sus verdaderos nombres, te dará poder sobre ellas. Lo mismo ocurre con las personas, conocer sus verdaderos nombres puede darte poder sobre ellos. Y si alguien conoce tu verdadero nombre tendrá poder sobre ti, así que no lo des a la ligera. Cuando te pregunten ten siempre uno a mano, el más adecuado a tus necesidades en ese momento”, “¿Y cómo voy a saber cuál es el más adecuado en cada momento?”, “Ya aprenderás. Un nombre adecuado también puede darte mucho poder”.
- Puede llamarme señor Plata, si quiere.- Respondo. No sé de dónde ha salido, pero al decirlo me doy cuenta de que es el adecuado.
- Bien dicho. Vas aprendiendo, despacio, pero aprendes.
- ¿Qué es eso de que es bruja?
- ¿Te lo tengo que explicar?, ¿de verdad? Preparo pociones, ungüentos, hechizos y otras cosas. La gente me llama meiga con desprecio, pero luego vienen a verme a escondidas para pedir ayuda. Siempre ha sido así con las meigas.
- Ya. ¿Y de qué conoce a mi jefe?
- ¿Y tú de que lo conoces? ¿Lo conoces realmente?, ¿sabes quién es?
- ¿Cómo que si lo conozco realmente?, ¿Qué quiere decir?
- Tu jefe también ha tenido muchos nombres, como yo. Tú le llamas señor J, o señor Jericó que es como le gusta referirse a si mismo en los últimos tiempos; quizás porque estuvo allí cuando la ciudad cayó. Pero no es su verdadero nombre. Deberías preguntárselo, aunque no te lo dirá; ya nadie lo recuerda, probablemente ni él. Pero pregúntale por sus otros nombres, que te diga alguno. Y así empezaras a entender para quién trabajas y cuál es tu cometido.
- Ya sé cuál es mi trabajo.
- Si, lo sabes. Pero no sabes cuál es su cometido, por qué haces lo que haces y por qué eres tú el que lo hace.
- Mire, si está intentando liarme no lo va a conseguir. Y tengo más preguntas que hacerle. Sobre los lobos.
- Lo sé. Pero las respuestas no soy yo quién debe dártelas. Abre la puerta.
- ¿Cómo dice?- Cada vez entiendo menos a la anciana, ¿me está echando?
- Que abras la puerta, rapaz. No querrás que se quede esperando en la puerta, ¿no?
- ¿Quién?- Definitivamente la vieja está como un cencerro, voy a darle mi opinión al respecto cuando, como no, llaman a la puerta. Debo haber puesto cara de tonto, porque la anciana sonríe con el cigarrillo en la comisura de la boca.
- Ya va. ¿Abres de una vez o te vas a quedar ahí todo el día con esa cara?- Me dice con cierto tonillo socarrón.- Creía que eras más espabilado. Aún no tienes ni idea de lo que pasa, ¿verdad?- Me levanto de un salto y abro la puerta. La anciana me está empezando a irritar un poco. Vieja sabelotodo. “Soy Bruja”. Ja. Una loca es lo que es.
            En el umbral se encuentra un hombre joven, no creo que llegue a los veinte. Debe medir cerca de dos metros de alto y casi lo mismo de ancho, tiene una melena negra que le cae alborotada hasta los hombros. Con un suave movimiento entra y se coloca al lado de la cocina, lo más alejado de mí que puede; tiene unos movimientos muy agiles para su envergadura.
- Este jovencito es Cesaro Breogan. Usted conoció ayer a su bisabuelo. Le he dicho a su familia que querría usted verlos, así que han enviado al muchacho para que le acompañe. ¿Qué me traes hoy filliño?
- Un par de conejos, abuela Basilia. Los cazó ayer el pequeño, los demás andamos ocupados, ya sabe, y no hemos podido ocuparnos de las verduras.
- No te preocupes. Ya verás cómo pronto se arregla todo. Dile a tu abuelo que trate bien al señor Plata, que es amigo del señor Jericó, el ya sabrá quién le digo.
- ¿Señor Plata?, ¿Se llama señor Plata?- dice el muchacho frunciendo el ceño. No le gusta.
- No te preocupes Arturo, no quiere haceros daño, es solo para protegerse. Señor Plata, acompañe a Arturo y pórtese bien.
- ¿Pero cómo sabía usted?...
- Ya se lo dije antes. Meiga. Ahora deje de hacer preguntas tontas y acompañe al muchacho. Su familia le ayudará a entender el follón en el que le han metido. Y dese prisa, que no tiene todo el día.
            Empieza a resultarme molesto ese comentario sobre que no tengo todo el día, lo ha repetido varias veces y no entiendo por qué, quiero preguntárselo pero ya me ha cerrado la puerta en las narices. Camino junto al muchacho, Arturo, en absoluto silencio. No le caigo bien y no hace nada por disimularlo, ceño fruncido, mirada hosca y cada vez que intento acercarme para charlar se aleja un par de pasos con rapidez. Va a ser un paseo muy entretenido hasta su casa.
            De pronto suena el móvil; es raro, creía que aquí no había cobertura. Es el inspector Darriba.
- Buenos días inspector, ¿qué ocurre?
- Déjese de buenos días, ¿Dónde carallo está? Le he llamado a la pensión no se cuantas veces, y nadie sabe nada de usted desde anoche, ¿Dónde ha estado?- Algo grave ha ocurrido, el inspector suena angustiado.
- Tranquilicese, inspector, estoy en Garellas. He venido a hablar con la familia Breogan.
- ¿Con los cazadores?, ¿para qué?
- Cosas mías inspector, quiero hacerles algunas preguntas. Dígame, ¿Qué ha ocurrido?
- Ha vuelto a suceder. Pero esta vez ha sido una carnicería.
- ¿Qué quiere decir, inspector?
- Esta madrugada han atacado a los ecologistas que estaban acampados en La Madalena, junto al circuito de Karts; muy cerca de donde apareció el primer cuerpo. Hay seis muertos y más de diez heridos graves, tres no creo que lleguen a esta noche.
- ¿Cómo que han atacado? ¿Cuántos eran?
- Dos. Y según cuentan los testigos, son muy grandes.
- Mierda, joder. ¿Han avisado a la doctora?
- Sí, viene de camino, aunque dice que no se encuentra bien. Ayer quedó con usted en Soutelo, por casualidad no sabrá que le pasa ¿no?
- No tengo ni idea inspector.- Miento como un bellaco, pero no puedo contarle aun lo de la manada de anoche, y menos con Cesaro escuchando, no quiero que se acojone.- Mire, en cuanto acabe aquí tiro para Soutelo y me reúno con ustedes, no creo que tarde mucho.
- De acuerdo, intente darse prisa. Por cierto, también hay una buena noticia, esta vez han conseguido herir a uno de ellos. Un paisano oyó los gritos y salió corriendo con su escopeta, fue él quien alcanzó a uno de los lobos en el costado. Lástima que no lo matara.
            Corto la llamada y me quedo mirando el móvil, no se que hacer. Una matanza. Una puta matanza. Tenía que haber echo algo anoche, cuando vimos a la manada de lobos, no, de lobisomes. Pero tenía miedo, y aun lo tengo. ¿Cómo voy a detenerlos?
- ¿Ocurre algo?- El chaval ha visto mi cara de preocupación y por fin ha abierto la boca.
            No se si contárselo o no, pero al final lo hago. El es uno de los cazadores, podrá asumirlo sin asustarse demasiado. Le cuento la carnicería que acaba de suceder esta noche, los cadáveres y los heridos. Me ahorro el detalle de los lobisomes, no quiero que me tome por loco. Cuando acabo me sorprende su reacción.  
- ¡No puede ser! Tenemos que darnos prisa, tengo que avisar al abuelo.- Y echa a correr. Es muy rápido; le pierdo de vista enseguida entre la arboleda que bordea el camino. Continuo corriendo hasta llegar al claro donde se encuentra la casona de piedra, estoy sin aliento; es demasiado temprano para hacerme correr así, bueno, para hacerme correr así siempre es demasiado temprano. 

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